Aire incondicional a la puerta del hotel
Por las aceras grises salpicadas de colillas de cigarro, de latas de cervezas aplastadas por los seat ibiza que pasan, de charcos supervivientes en días de verano, caminan mis pies sin un cierto rumbo fijo. Subiendo por los tobillos las rodillas los muslos la cintura el pecho el cuello hasta llegar a la cabeza, la soledad envuelta en un viscoso traje negro, como si viniera de surfear vestida de neopreno, aturde como un pájaro carpintero. Socarrona, graciosa, repetitiva. Los dedos se me duermen, dice Ivan Ferreiro. Éste no ha pasado un invierno en Burgos, no tiene ni puta idea.
Puente, tunel, calle principal, puerta de seguridad, clave de acceso y una mañana más. La señorita Rottenmeier con una vagina en bandeja de plata. Toma. Tuya. Fóllatela antes de empezar a trabajar.
Y yo sin ganas me bajo los pantalones y apoyo el coño sobre la mesa de recepción, y con el tedio de un funcionario de hacienda empiezo a empujar, una, dos, tres veces hasta que exhausto reconozco, como Paco Martinez Soria en el centro de Madrid, que la soledad no es para mí.
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