Monday, January 03, 2005

No puedo perderme en la A-3

La belleza de lo ajeno se puede descubrir en esta carretera por dónde conduzco, con sus postes de la luz, sus señales desvencijadas, su polvo en el arcén, sus luminosos en la lejanía, en los pueblos que fueron estirpados del plan marshall de la autovía. La belleza de los ajeno, de este edificio de oficinas. A quién coños se le ocurriría venderme la moto de que ésta era una buena ciudad para vivir. Y una mierda, es mentira. Pasar tantas horas en el despacho enganchado al teléfono, negociando por correo electrónico, aguantando la comida con el director general, bostezando con sumo hastio frente al café de las seis de la tarde.
La belleza de lo ajeno. La hija del portero. Tú. A tí, que debería tumbarte más a menudo. Cerrar los ojos y brindarle el toro a sus majestades los reyes de Oriente. Va por ustedes, capote, montera, traje de faralaes, tabaco, oro, palmada, aplauso, sol de invierno de mentirijillas falso de cartón piedra. Tú porque sabes cómo encontrarme las vueltas, cómo esconderte entre los pliegues de mis sábanas, que no tienes miedo a atarte al cabecero, que la última vez que tuviste una relación tranquila fue en mayo del sesenta y ocho.
La belleza de lo ajeno en las ciudades de provincias, con barrios, con fruterías, con estancos y trenes que llegan cada hora con cinco minutos de retraso, con calles comerciales, con pequeños mapas y oficinas de turismo, sin paro, sin atascos, sin playa, sin otros idiomas ni idiosincrasias naturales y erre hache negativo, positivo, neutro como el peache.
La belleza de lo ajeno. Todo lo que no tengo.

Cualquier día me vuelvo a Albacete y le dan por culo a todo.